Friday, October 22, 2010

El verdadero camino del desarrollo y la equidad

Opinión

El verdadero camino del desarrollo y la equidad
Carlos Alberto Montaner
San Salvador 22-10-2010 - 11:17 am.

Meritocracia en lugar de ideologías. Carlos Alberto Montaner analiza en
DDC los retos presentes y futuros de América Latina.

No hay duda de que muchas naciones latinoamericanas se encuentran en
medio de una difícil encrucijada. La sociedad está dividida en
aproximadamente dos mitades en torno a una cuestión nada fácil de
solucionar: cómo lograr unos niveles aceptables de prosperidad y
desarrollo. Cómo establecer unas pautas de comportamiento justas y
equitativas. Cómo crear un modelo económico y social en el que las
personas perciban que tienen oportunidades reales de superarse y
ascender por sus méritos y esfuerzos en condiciones de igualdad con los
otros ciudadanos.

La primera observación que debo hacer es que este desacuerdo forma parte
del problema. Las sociedades más justas, prósperas y desarrolladas del
planeta se caracterizan, precisamente, por poseer una cierta visión
compartida de la economía y de la forma de gobierno.

En Europa occidental, recientemente, cuando les abrieron la puerta a
varias naciones que habían abandonado el comunismo, con el objeto de
aceptarlas en la Unión Europea, les impusieron como condición lo que
ellos llaman los Criterios de Copenhague, tres sencillos requisitos
ineludibles, precisados en 1993 en la capital de Dinamarca:

* la existencia de un marco institucional plural y democrático,
basado en el imperio de leyes justas aplicadas a todos, que preserve los
Derechos Humanos;
* economía de mercado, en la que los actores principales
pertenezcan al sector privado, dado que la experiencia con las empresas
públicas ha sido funesta;
* y el compromiso de cumplir con las obligaciones económicas que
conlleva formar parte de la Unión Europea.

La inmensa mayoría de los electores consultados estuvo de acuerdo en
aceptar esas condiciones para integrarse al mundo occidental.
Sencillamente, se rinden ante la evidencia y no discuten, como muchos
latinoamericanos, el modelo de Estado.

En efecto, en Estados Unidos, Canadá, y en los 27 países de la Unión
Europea, el 90% de los electores coinciden en algunos temas
fundamentales que definen el tipo de Estado que los ciudadanos desean
tener, unidad de criterio que no poseemos en América Latina. ¿En qué
coinciden? Coinciden en lo que me gusta llamar los siete mandamientos
del Primer Mundo:

* Primero. La democracia representativa es el sistema más eficaz
para organizar el espacio público. De acuerdo con la experiencia, es el
modo menos imperfecto de enfrentar los retos comunes.
* Segundo. La economía de mercado es el método superior de crear y
asignar riquezas para beneficio del conjunto de la sociedad. Así
funcionan los veinte países más prósperos y justos del mundo. No es
perfecto, pero es mucho mejor que el modelo económico colectivista
basado en las decisiones de los burócratas y en la planificación
centralizada.
* Tercero. La existencia y preservación de los derechos humanos y
civiles es la condición legitimadora del Estado. Los Estados son un
conjunto de instituciones al servicio de los individuos y no al revés.
* Cuarto. El respeto por los derechos de propiedad es un elemento
esencial de la convivencia. Los individuos tienen derecho a conservar
las riquezas producidas con su esfuerzo, imaginación o creatividad y el
Estado no puede arrebatarles arbitrariamente el fruto de su trabajo.
* Quinto. Todos los ciudadanos tienen que someterse a la autoridad
de la ley, y los gobernantes en primer término. No puede haber impunidad
para los poderosos o para los mejor relacionados.
* Sexto. Los funcionarios tienen que dar cuenta de sus actos de
manera frecuente y permanente. Han sido electos o designados para
obedecer a la sociedad en calidad de servidores públicos, no para mandar
sobre ella. Son los individuos, organizados en esa fórmula muy laxa que
llaman "sociedad civil", los que deben vigilar a los gobernantes, y no
al revés.
* Séptimo. Para corregir los errores del anterior gobierno, es
fundamental la oposición constructiva, el pluralismo político y la
alternancia en el poder con garantías para todos los actores nacionales
que se sujeten a las reglas del juego político.

En el mundo desarrollado y democrático hay varias familias políticas que
debaten apasionadamente y luchan por ocupar el gobierno
—fundamentalmente, liberales, conservadores, socialdemócratas y
democristianos—, pero lo que discuten no es la demolición y reemplazo
del sistema por otro diametralmente opuesto, sino el tipo de
administración, el peso de la carga fiscal y otros factores laterales.
En lo esencial, todos los partidos democráticos están de acuerdo, y esa
coincidencia le proporciona estabilidad y predictibilidad al desempeño
colectivo.

Es verdad que en el llamado primer mundo no todos los electores
comparten esta visión del Estado o del modelo económico, pero quienes se
apartan radicalmente de ella constituyen una exigua minoría.
Probablemente, entre los extremistas de la izquierda, generalmente
seducidos por las ideas marxistas, y los de la derecha, captados por el
fascismo y el ultranacionalismo, ni siquiera alcancen el 10% del censo
electoral.

Sociedades de acceso abierto

¿Cómo se forjó este amplio consenso en las sociedades desarrolladas? En
realidad, esta coincidencia no es el resultado de una decisión dictada
por una postura ideológica de carácter teórico, como ocurre entre los
marxistas, sino del fruto de la experiencia.

Como consecuencia del éxito y de la imitación de los países triunfadores
—liderados por Estados Unidos de manera no siempre consciente—,
arribaron paulatinamente a la conclusión de que el mejor modo de forjar
un estado razonablemente eficiente y satisfactorio era la democracia
representativa, mientras la forma más inteligente de estructurar la
economía se daba dentro de los parámetros de las normas del mercado.

De acuerdo con el análisis del premio Nobel de economía Douglass North,
el proceso ocurrió de una manera imprevista. A fines del siglo XVIII,
los norteamericanos decidieron sustituir el antiguo régimen colonial
británico y crearon la primera República moderna, consagrada a proteger
los derechos individuales y a garantizar la neutralidad del Estado ante
ciudadanos que tenían los mismos derechos y deberes.

Ese peculiar Estado, plasmado en la Constitución de 1787 y en las
Enmiendas inmediatamente incorporadas, fue generando una moral basada en
la meritocracia y la competencia, muy crítica del compadrazgo y de los
privilegios, actitud que coincidía con la ética de trabajo que ha dado
en llamarse "protestante" o "calvinista", y con la creencia firmemente
arraigada en que cada persona era responsable de su propia vida y debía
luchar por su bienestar y el de su familia. A ese tipo de sociedad que
fue surgiendo en Estados Unidos, Douglass North le llama de "acceso
abierto".

Las sociedades de acceso abierto, regidas por la meritocracia y la
competencia, organizadas mediante la democracia o regla de la mayoría,
dotadas de sólidas instituciones de Derecho, muy pronto demostraron su
superioridad relativa. A lo largo del siglo XIX, Estados Unidos fue
estableciéndose, poco a poco, como la primera economía del planeta y el
destino deseado por millones de inmigrantes que llegaban al país desde
distintos puntos del mundo en busca de lo que pronto se llamó "el sueño
americano".

¿Qué era ese sueño americano? Era algo bastante simple y muy cercano a
la "búsqueda de la felicidad" que se menciona en la Declaración de
Independencia de Estados Unidos: una sociedad en la que los individuos y
las familias, dentro de un clima de libertad, si trabajaban con tesón y
cumplían las reglas, podían alcanzar las metas personales que se fijaban
y prosperar en el terreno material. Esa posibilidad fue la que llenó de
esperanzas y de energía a los inmigrantes.

No es de extrañar, pues, que lo que se hacía en Estados Unidos, y cómo
se hacía, luego se convirtiera parcial y paulatinamente en el modelo por
el que se regirían naciones como Holanda, Francia, Inglaterra o Canadá.
Podían ser monarquías parlamentarias o repúblicas —dos expresiones
legítimas y parecidas del mismo Estado de Derecho—, pero en cuanto a
libertades individuales, división de poderes y sistema económico,
seguían de cerca el patrón de conducta norteamericano. Aunque Estados
Unidos no se proponía como modelo: su éxito convertía al país en un
paradigma para el resto de un mundo que comenzó a imitarlo.

La visión marxista

Sin embargo, no todas las personas fueron persuadidas por el éxito de
Estados Unidos y de las democracias capitalistas. Desde mediados del
siglo XIX un pensador alemán, Karl Marx, basado en la influencia de
Hegel y en sus propias elucubraciones teóricas, propuso una manera
diferente de entender el desarrollo y de establecer la justicia entre
los hombres.

No es éste el lugar para resumir las teorías marxistas, pero la esencia
de esa corriente ideológica descansa en la hipótesis de que en las
sociedades en las que existe la propiedad privada de los medios de
producción, la prosperidad de la clase dirigente depende de la
explotación de los más débiles y de la expropiación de la plusvalía.

De acuerdo con la cosmovisión del pensador alemán, secundado por Engels
y por un pequeño grupo de seguidores, sólo se lograría crear sociedades
justas, prósperas y armoniosas cuando hubiera desaparecido la propiedad
privada y los medios de producción fueran colectivos.

Para llegar a ese punto y tutelar la violenta transición —la violencia
era la partera de la historia de acuerdo con el análisis fatalista de
Marx—, el ideólogo alemán propuso la dictadura del proletariado, que
sería ejercida por el Partido Comunista, supuesta vanguardia y guía de
los trabajadores, hasta el momento en que se forjara sobre la tierra un
armonioso paraíso en el que el Estado no sería necesario porque todos
contribuirían gustosos y voluntariamente al bienestar colectivo. En ese
maravilloso mundo, ni siquiera serían necesarios las leyes y los
tribunales, porque el comportamiento antisocial habría sido eliminado
del corazón de la especie humana de una manera natural.

El siglo XX fue el campo de prueba donde se enfrentaron las sociedades
de acceso abierto, democráticas y capitalistas, y las sociedades
comunistas basadas en el partido único y en la propiedad estatal de los
medios de producción. Fue una batalla larga, tensa y, a ratos,
sangrienta y, como todos sabemos, en 1989, tras el derribo del Muro de
Berlín, la posterior desaparición de la URSS y la conversión de Europa
del Este al modo occidental de organizar las sociedades, quedó
demostrada la superioridad de la teoría y la práctica occidentales.

Es verdad que la transición del comunismo a la libertad y a la economía
de mercado no ha sido fácil, pero no hay duda de que los pueblos que
consiguieron sacudirse el yugo marxista-leninista, hoy, veinte años
después de aquel episodio, son más ricos y felices de lo que eran
durante la llamada "dictadura del proletariado". Y la prueba de esta
afirmación está en que ninguna de esas sociedades ha querido regresar a
la etapa del colectivismo socialista, aunque cuentan con partidos, muy
minoritarios, que todavía defienden esas ideas y poseen representación
parlamentaria y medios de comunicación a su servicio que insisten en
defender esa polvorienta ideología.

Las ideas zombi

Esta circunstancia nos precipita a un enigma: ¿por qué, si el comunismo
se hundió en prácticamente todos los países que habían experimentado con
esas teorías y métodos de gobierno, en algunas sociedades de América
Latina hay grandes sectores del mundo político que reivindican estas
ideas y esa brutal forma de gobernar, en lugar de mirar hacia los países
exitosos y libres del planeta? ¿Por qué Hugo Chávez en Venezuela quiere
que su país se parezca a Cuba y no a Holanda, a España o a Canadá?

En primer lugar, estamos ante una de las llamadas "ideas zombi",
expresión que acuñó la ex canciller española Ana Palacios. Como sabemos,
los zombis, en la mitología religiosa del Caribe africano, son esos
muertos que los brujos, en cierta medida, han logrado revitalizar y
deambulan entre los vivos en medio de un extraño sopor.

En todo caso, no hay una respuesta, sino varias, ante esta idea zombi.
Los defensores del colectivismo estatista, sostenedores en última
instancia de las fallidas ideas marxistas, siempre creen que ellos van a
gobernar acertadamente y no como sucedió entre los comunistas europeos y
asiáticos. Están convencidos de que el problema no radicó en las ideas
de Marx, sino en la práctica de quienes se decían sus discípulos.

Estos optimistas camaradas no se dan cuenta de que el comunismo fracasó
en todas las latitudes, con todos los pueblos y culturas que lo
intentaron, en todas las circunstancias, y bajo la dirección de todo
tipo de líderes, desde Stalin a Mao, pasando por Fidel Castro o Pol Pot.

* Fracasó en la enorme Rusia, el país más grande de la tierra,
dotado de fabulosas riquezas naturales.
* Fracasó en la disciplinada y culta Alemania del Este, mientras la
del Oeste se convertía, otra vez, tras la Segunda guerra mundial, en una
de las admirables locomotoras del mundo.
* Fracasó y fracasa en Corea del Norte, uno de los manicomios más
pobres y lamentables de Asia, mientras Corea del Sur se convertía en un
país del Primer Mundo.
* Fracasó en pueblos de tradición ortodoxa griega, como Rusia y
Bulgaria y en países de tradición católica como Polonia y Hungría.
* Fracasó en sociedades islámicas como Bosnia y Albania y en los de
raíces confucianas y budistas como Corea.
* Fracasó en pueblos eslavos como Checoslovaquia, Serbia o
Eslovenia y en naciones latinas como Rumanía.
* Fracasó en África cuando los etíopes y los angoleños trataron de
erigir estados comunistas y acabaron organizando mataderos.
* Fracasó con pueblos turcomanos, mongólicos y árabes en el sur de
la desaparecida URSS.
* Fracasó en Nicaragua durante el primer gobierno sandinista, y
fracasa en Cuba donde lleva más de medio siglo de desastres.

En suma: fracasó siempre, lo que nos hace presumir que el inevitable
destino de ese tipo de gobierno es la miseria, la opresión y la
desesperación de la sociedad.

En realidad, no hay un solo caso de un gobierno comunista que le haya
traído al pueblo la prosperidad, la paz y esa mínima felicidad que se
requiere para no pensar en la emigración como única salida ante la
desventura. Incluso, cuando vemos casos de estados comunistas que
alcanzan ciertas cotas de desarrollo, como sucede con China o Vietnam,
es porque han abandonado los dogmas de la secta y han aceptado al menos
una parte de las reglas de las economías desarrolladas de Occidente.

China y Vietnam dejaron de ser dos países miserables y sin esperanzas
cuando permitieron la existencia de empresas en manos privadas, abrieron
sus economías al exterior y se sometieron a las normas del mercado en
lugar de depender exclusivamente de la planificación centralizada por el
Estado. Hoy son dos lamentables dictaduras de partido único y
capitalismo salvaje, pero, al menos en el terreno económico, han
permitido unos espacios de libertad que son los que han acrecentado
notablemente la prosperidad de ambas naciones.

En nuestros días, cuando Raúl Castro intenta salvar la maltrecha
economía de Cuba, recurre al capitalismo y a la empresa privada porque
ya entendió, tras medio siglo de lento aprendizaje, que el colectivismo
y la economía planificada por los burócratas del Estado, lejos de
generar desarrollo, lo que produce es miseria, mediocridad y falta de
entusiasmo en la población.

La otra razón

La otra razón por la que muchos radicales de izquierda todavía se
afilian al comunismo en nuestras tierras latinoamericanas y acaban
proponiendo "soluciones" contraproducentes a nuestros males, es porque
observan que la democracia y la economía de mercado no han resuelto el
problema de la pobreza y el subdesarrollo en nuestros países.

Asimismo, les parece obscena la desigualdad económica entre los
distintos estratos sociales y creen que pueden combatirla mediante una
constante transferencia de recursos captados de los grupos más
productivos de la sociedad, entregándolos a los grupos más débiles, con
el gobierno como intermediario, práctica que suele conducir a la
creación de una dependiente clientela política, conformada por estómagos
agradecidos que se acostumbran a aplaudir, no a producir, con lo cual
perpetúan los problemas que originalmente pretendían solventar.

Sin embargo, no es falso lo que denuncian: América Latina, es, en
efecto, una de las regiones más desiguales del planeta. El problema es
que esta izquierda carnívora —la de Castro, la de Hugo Chávez—, como la
hemos llamado en otros papeles contraponiéndola a la izquierda
vegetariana, la de Lula, la del uruguayo José Pepe Mujica—, no entiende
cómo se crea la riqueza, cómo se malgasta, y mucho menos cuál es el
principal origen de la pésima distribución de la riqueza que se observa
en nuestras sociedades latinoamericanas.

Lo que se niegan a admitir estos fogosos revolucionarios es que el
camino para superar esos males no se encuentra en las ideas
colectivistas, que han demostrado mil veces su inferioridad, sino en la
práctica de los países de acceso abierto. Al propio Douglass North,
mencionado al inicio de este trabajo, se le debe otra clasificación: los
países de acceso limitado.

Esos son los nuestros: países en los que prevalecen el clientelismo, el
capitalismo cortesano o mercantilista, siempre en beneficio de los mejor
conectados con el poder político. Países en los que imperan el irrespeto
a la ley por parte de la clase dirigente, la corrupción y la impunidad;
países dotados de una estructura social que no facilita el ascenso de
quienes más saben y más se esfuerzan —la necesaria meritocracia—, sino
el de aquellos que están mejor relacionados con los mandamases. Así,
obviamente, no se asciende al pelotón de naciones que conforman el
Primer Mundo. Así se perpetúan las hondas diferencias de clase que
caracterizan a nuestras sociedades.

Países de acceso limitado

¿Cómo fue que Taiwán, Singapur, Corea del Sur y Hong Kong, cada país con
sus propios matices, se convirtieron en naciones desarrolladas y
razonablemente ricas? No fue por medio de la creación de comunas o por
colocar el aparato productivo en el ámbito estatal. Tampoco por entregar
las iniciativas a una junta de planificación regida por una cúpula
partidista. Por el contrario, el salto al primer mundo dado por los
llamados tigres o dragones asiáticos fue posible por la imitación del
modelo japonés, por alentar la educación y la creatividad individual,
por crear instituciones de Derecho que protegían la propiedad privada y
solucionaban los inevitables conflictos con cierta destreza.

¿Cómo fue que Chile se transformó en la sociedad que más riqueza per
cápita crea en América Latina y la que registra mayor reducción de los
índices de pobreza en las últimas décadas? Fue renunciando a la
mentalidad estatista y dirigista, respetando la separación tradicional
de los poderes, y colocando el banco de emisión, usualmente llamado
Banco Central, lejos de la manipulación de los políticos y de las
servidumbres electorales. Fue abriéndose al mercado, estableciendo nexos
con los centros internacionales de inversión, eliminando el viejo
proteccionismo arancelario, y dejando que la competencia y la
meritocracia fueran transformando el perfil de la sociedad chilena.

¿Por qué el Perú de Alan García y el Brasil de Lula da Silva crecen en
torno al 8% anual y sacan de la pobreza a un número notable de personas?
Fue porque García continuó el modelo económico abierto dejado por
Alejandro Toledo, y fue porque Lula da Silva no alteró las líneas
maestras del gobierno legado por Fernando Henrique Cardoso, basado en
las reglas de las naciones democráticas y capitalistas del Primer Mundo.

Alan García procedía de un partido nacionalista-populista, el APRA, y en
su desastroso primer gobierno, hasta cierto punto, había sido
intervencionista, pero durante su segunda residencia en el palacio de
Pizarro tuvo la inteligencia de rectificar y se ha comportado como un
gobernante responsable del mundo desarrollado y no como un demagogo
populista del Tercer Mundo.

Lula da Silva, por su parte, que hace varias décadas creó un partido de
corte marxista, el Partido del Trabajo, y a principios de los años 90,
junto a Fidel Castro, echó las bases del Foro de Sao Paulo, una especie
de truculenta internacional en donde se dan cita los grupos más
radicales del espectro político latinoamericano, incluidas las
narcoguerrillas de las FARC, cuando llegó al poder abandonó la retórica
tercermundista, al menos dentro de las fronteras brasileras.

Lula da Silva, pese a sus devaneos con Irán y su respaldo político a
gobiernos como los de Chávez, Fidel Castro y Evo Morales, ha gobernado
con sensatez, sin intentar aventuras estatistas o autoritarias que
hubieran podido descarrilar la magnífica experiencia brasilera de los
últimos 15 años, surgida a partir del momento en que Fernando Henrique
Cardoso, entonces presidente de Brasil, también renunció a los
disparates consignados en su libro Teoría de la Dependencia, equivocado
diagnóstico de los orígenes de la pobreza en el Tercer Mundo.

La distribución desigual de la riqueza

En cuanto a la falta de equidad, es lamentable que la mayor parte de las
personas que se quejan de la diferencia de ingresos en América Latina,
como se refleja en el Coeficiente Gini, invocando este incómodo dato
como el gran pretexto para hacer la revolución, no perciban que ese
fenómeno es la consecuencia del tipo de producción que se lleva a cabo
en nuestras tierras, más que de la codicia de los empleadores o del
designio malvado del capitalismo.

Para disminuir la diferencia de ingresos en nuestras sociedades es
fundamental agregarle valor a la producción. La razón por la que un
obrero finlandés gana treinta dólares la hora y un recogedor de café, un
cortador de caña o el empleado de una bananera tienen que conformarse
con diez dólares al día, o menos, es porque el obrero finlandés
construye teléfonos portátiles que tienen un gran valor en el mercado,
mientras nuestro tejido empresarial continúa produciendo y exportando
productos primarios.

Naturalmente, agregarle valor a la producción significa invertir
seriamente en educación, estimular la transferencia de capitales y
tecnología, dar lugar al surgimiento de clusters de diversos tipos en
los que se congregan los conocimientos y los impulsos creativos, y
contar con una sociedad y un Estado hospitalarios con el proceso
productivo, lo que implica la existencia de una legislación adecuada y
un sistema de administración de justicia imparcial, eficiente y
razonablemente expedito.

Por supuesto, ese proceso de industrialización creciente y de
adquisición de las destrezas tecnológicas y científicas del Primer Mundo
es lento y de crecimiento paulatino. No se pueden dar saltos
espectaculares porque en él se mezclan las personas, las instituciones y
los recursos de forma progresiva. Es casi imposible pasar velozmente de
una sociedad rural basada en la explotación de la producción agrícola o
agropecuaria, a lo que hoy llamamos una sociedad del conocimiento,
dedicada a elaborar bienes o servicios altamente sofisticados y con gran
valor agregado.

Sin embargo, hoy, a la vertiginosa velocidad con que podemos recibir la
información, el tiempo que se necesita para este tipo de transformación
no es tan extenso como pudiera parecer a simple vista.

El proceso productivo contempla tres pasos perfectamente conocidos: la
imitación de las sociedades más competentes; la innovación a partir del
modelo adoptado y, por último, la creación original. Por los ejemplos
que conocemos del pasado siglo XX, en el curso de veinte años, más o
menos en el plazo de una generación, es posible dar ese salto, como
demostraron los cuatro dragones de Asia, España e Irlanda, y como parece
que hace el Chile de nuestro tiempo.

El precio de no entender y de no hacer la reforma

Si suscribimos lo que hasta aquí llevo dicho, hay que darles respuestas
a tres preguntas ineludibles: ¿qué ocurre si no conseguimos que nuestros
países se conviertan en sociedades orientadas hacia la modernidad y el
desarrollo, cómo pueden llevarse a cabo los cambios y quiénes pueden
efectuarlos?

La primera pregunta tiene una respuesta bastante obvia: si no se hace la
reforma de manera que las masas perciban que tienen oportunidades reales
de prosperar, y si no conseguimos que nuestros Estados sean
razonablemente justos, eficientes y equitativos, persistirá el divorcio
entre la sociedad y el Estado y estaremos permanentemente expuestos a la
aparición de caudillos populares, salvadores de la patria dispuestos a
crear gobiernos autoritarios con el apoyo electoral de una parte
sustancial del electorado. Esa situación, genera un clima de
inestabilidad que se traduce en más miseria, emigración y atraso
relativo, con lo cual la crisis se retroalimenta incesantemente.

Los cambios, por supuesto, sólo pueden venir de un aumento en la calidad
y la intensidad de la educación, mientras se potencia el desarrollo
empresarial a todos los niveles. Nunca nos cansaremos de repetir esta
verdad elemental, pero frecuentemente olvidada: la riqueza sólo se
genera en las empresas. Mientras más tengamos, y mientras más
sofisticadas y diversificadas sean, y mientras más utilidades produzcan,
más oportunidades habrá para todos y más satisfechas estarán las
personas con el país en que nacieron y con el sistema político que
libremente se han dado.

La tercera pregunta —quiénes pueden efectuar esos cambios— nos remite a
los políticos, pero tiene que haber un catalizador que los precipite en
esa dirección, y ese papel sólo pueden jugarlo los empresarios.

Son los empresarios los que pueden educar a la sociedad sobre las
verdaderas causas de la pobreza en América Latina. Son los empresarios
los que deben señalar cuáles son los defectos de nuestro sistema de
educación. Son los empresarios quienes tienen la formación intelectual y
los recursos económicos para diseminar información confiable y para
crear un clima propicio para la libertad y el desarrollo.

Podrá decirse que ésa, en puridad, no es la tarea de unas personas que
deberían dedicarse a producir o negociar bienes y servicios, pero eso es
como renunciar a salvar vidas en medio de un incendio porque uno no es
bombero ni médico, sino abogado o economista.

Estamos en mitad de un incendio social y los empresarios tienen la
obligación moral y la necesidad práctica de mejorar y consolidar el
medio político y social en el que viven porque en ello les van sus
intereses, el bienestar de su familia y hasta la vida misma. No tienen
espacio para ser indiferentes o para marginarse de sus responsabilidades.

De muy poco sirve esforzarse para emprender y levantar un negocio si el
terreno en que se implanta no es firme, predecible y confiable. Esa es
la atmósfera que hay que conquistar. La de la libertad económica. La de
la libertad política. La de la libertad para siempre. Cuando lo
logremos, podremos decir que hemos cumplido con nuestro deber.


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* Esta conferencia fue pronunciada por el autor en San Salvador, el 21
de octubre de 2010.

http://www.diariodecuba.com/cuba/1366-el-verdadero-camino-del-desarrollo-y-la-equidad

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